Caruso

Enrico Caruso, una voz, un mito

El Grand Hotel Vesuvio se sintió en la obligación de dedicar a Enrico Caruso el restaurante de la azotea, ya que el tenor profesaba una gran fascinación por el hotel. Tenía la costumbre de llamarlo «su casa napolitana» y, tras su regreso a Nápoles, pasó los últimos años de su vida en este lugar.

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La noche del 30 de diciembre de 1901, Nápoles llamó a su hijo, Enrico Caruso, que todavía no era famoso, para actuar como tenor en el monumental Teatro de San Carlo en la ópera «Elixir de amor». Por desgracia, este elixir resultó ser muy amargo para nuestro Enrico. La clamorosa desaprobación del público era comprensible, ya que no resultaba fácil captar las sutilezas de ese timbre y descubrir sus más profundos valores. Sin embargo, imperdonable fue el comentario que apareció al día siguiente en «Il Pungolo», diario napolitano de la época, cuyo autor era el crítico teatral Saverio Procida. Efectivamente, un experto hubiera tenido que apreciar los matices de esta voz tan versátil que luego se definiría como «única». Esta voz era un verdadero misterio también para el mismo Caruso, que la consideraba tanto fría como cálida, con una infinita gama de variaciones. Debido al descontento del público y a la crítica expresada en aquella desventurada noche, Caruso juró que no cantaría nunca más en su ciudad natal, promesa que mantuvo hasta la muerte. Sin embargo, la nostalgia y el amor por su Nápoles nunca fueron a menos, al igual que un enamorado que, cuanto más abandonado y traicionado se siente, mayor amor profesa por su bien amada. La vida artística de Enrico Caruso nace con las melodías de las «posteggie» (canciones tradicionales) en los establecimientos balnearios de Santa Lucía. No había noche napolitana que no  acabara con «Mamma mia che vuò sapè» y «O sole mio». Tras su amistad con Gabriele D’Annunzio, cerraba este pequeño repertorio con la ejecución de «A vucchella», que, como cuenta la leyenda, el poeta escribió en un arrebato de inspiración en una mesita del café Gambrinus, con la firma y una nota dedicada a Ferdinando Russo. Aunque mantuvo firmemente su juramento, Caruso albergaba a raudales el espíritu napolitano en su alma y corazón. El deseo de venganza lo sació gracias a la conquista rápida, brillante y fácil del mundo anglosajón y el salto de «Covent Garden» de Londres al «Metropolitan» de Nueva York fue inmediato y triunfal. América le tributó honores y riquezas. Pero Enrico Caruso siguió siendo un napolitano auténtico y franco, sincero y generoso. Además de la amistad de los reyes, los príncipes y magnates de la industria, también se ganó por igual la de los emigrantes pobres de Nápoles. Caruso también era propenso a realizar actos de gran exuberancia. Un día en Central Park, el cantante, atraído por las curvas de una joven señora, le pellizcó el trasero. Este gesto, tan común en Nápoles del s. XIX y XX, no fue muy apreciado por la joven americana, que lanzó un grito. Caruso fue arrestado de inmediato y tuvo que someterse a un proceso en el que el juez, divertido por el incidente, condenó al cantante a una indemnización de… diez dólares. Caruso fue también protagonista involuntario de otro escándalo causado por la famosa cantante Lina Cavalieri, considerada la mujer más bella del mundo. La cantante, en 1906, actuó con Enrico Caruso en el Metropolitan de Nueva York en la ópera «La Fedora» y ella misma contó este curioso episodio: «Cuando al final de la obra, Caruso gritó «Fedora, te quiero», caí entre sus brazos y me dio en los labios un beso apasionado y sensual…» Otra gran debilidad de Caruso era la cocina, sobre todo la napolitana. Efectivamente, le gustaba ayudar a trasladarse a Nueva York a los más talentosos pizzeros y chefs napolitanos, echándoles una mano para abrir un negocio en la «Pequeña Italia», con la esperanza de recrear un rincón de su querida Partenope. De esta forma se hicieron famosos los macarrones de la Costa Amalfitana, la pasta de Gragnano, Torre Annunziata y Torre del Greco, así como el aceite de oliva extra virgen procedente de las colinas de Sorrento y los tomates de S. Marzano. Estos productos comenzaron a invadir el mercado americano, por lo que la labor del tenor fue meritoria como promotor de diversos contratos comerciales, tanto que hoy en día, podemos afirmar que Enrico Caruso fue el más célebre embajador de nuestra cocina nacional. La pasión por la cocina estaba acompañada por su habilidad para cocinar. Solía participar en las cocinas de varios restaurantes italianos de Brooklyn o invitar a amigos a su gran mansión para demostrar sus habilidades culinarias, alentado por el aplauso de su entorno. Con un poco de falsa modestia, sentenciaba: «Podéis decir que soy un modesto tenor, pero no me digáis que soy un mal cocinero». El plato que conseguía entusiasmar a sus amigos italianos-americanos eran los «Bucatini alla Caruso».

A fuego lento, saltee dos dientes de ajo, a continuación, retire la sartén del fuego y quite los trozos de ajo dorados. Trocee algunos tomates San Marzano maduros y corte uno o dos pimientos rojos o amarillos: póngalos a un fuego intenso y condiméntelos con sal, una pizca de orégano y abundante albahaca. Añada una guindilla roja. Mientras tanto, corte unas rodajas de calabacín, enharínelas y fríalas. Los bucatini, cocidos al dente y escurridos, se condimentan con el jugo preparado, se rocían con las rodajas de calabacín y, por último, se esparce todo el perejil finamente triturado

En la actualidad, los Bucatini alla Caruso, al igual que entonces, deleitan a los huéspedes del Caruso Roof Garden, hechizados por el panorama sublime del Golfo.

 

INFO
El Caruso Roof Garden, situado en la novena planta del hotel, ofrece maravillosas vistas al Golfo de Nápoles.
Dedicado a Enrico Caruso, que hizo del Vesuvio su casa napolitana, el restaurante es un merecido homenaje al legendario tenor y a su gran pasión culinaria.